Desde que iba andando existe como tal tenemos la buena (o mala) costumbre de cenar en un chino que queda cerca del local para arreglar el mundo. Bueno, para arreglar los desaguisados del grupo. Llevamos yendo meses y meses, pero creo que nadie de los cuatro sería capaz de recordar el nombre del chino. Ni siquiera de ninguna de sus camareras. Curioso. Ahora, tenemos claro que no deben faltar nunca en la mesa los tallarines con ternera.
En el chino en cuestión siempre acabamos haciendo examen de conciencia. De todo lo bueno y lo malo que nos pasa. Allí damos cuenta de todo. Hay un chinito, hijo de la dueña, que nunca habla, pero siempre ríe. Seguro que lo hace porque conoce todos nuestros secretos y nos tiene pillados por los huevos (u ovarios, según el caso). Si fuera a la prensa rosa podría hacernos polvo. Menos mal que hoy estaba entretenido viendo una peli…
La verdad es que hacía unas cuantas semanas que no íbamos al chino. Pero volver nos ha venido bien para reencontrarnos con nosotros mismos y darnos cuenta que somos como una pequeña familia. Cada vez nos queremos más, pero también nos cuesta soportar las pequeñas cosas de cada uno. Pero bueno, para eso está el chino, para unirnos a todos en torno a una mesa.
Del chino, que nos viene a costar más o menos diez euros por barba (pidamos lo que pidamos) Carmina siempre sale con un regalito que posteriormente abandona en el coche. Ahí pasa semanas hasta que un día nos da por limpiar y aparecen preciosos collares de perlas, pulseras de la suerte, calendarios Zen o palmitos de nueva ola. Tenemos la colección completa.
Un día le hacemos una canción al chino.